El sábado 30 de agosto, el piso siete del Hospital de Especialidades del Centro Médico Nacional de Occidente del Estado de Jalisco, tenía más de 120 pacientes en el área de cardiología, según lo comentó una enfermera. Los otros doce pisos albergaban a los enfermos asociados a otros padecimientos, estudios y especialidades, pero a todos, incluidos sus familiares que esperaban adentro y afuera del inmueble, los afectó de una u otra manera la tormenta que inició poquito antes de las seis de la tarde. En estas líneas trataré de narrar algunos acontecimientos vinculados a los riesgos en este hospital, pues fui testigo.

En la Avenida Belisario Domínguez, a un lado del hospital, corría el viento de norte a sur y levantaba el polvo, papeles, hojarasca y demás deshechos característicos de una calle contaminada. Había tráfico constante de autos y se veía a la gente atravesar de un lado a otro la avenida. En general el medio ambiente se oscureció, porque había capas de nubes grises, incluso algunas muy oscuras; las más bajas viajaban a gran velocidad y las altas lo hacían lentamente.

De pronto cayó una gran cantidad de lluvia y quienes íbamos por la avenida, nos refugiamos en las cornisas, láminas o debajo de cualquier improvisado techo de negocio callejero. Los automovilistas aceleraron la velocidad de sus naves, como intentando evadir la tormenta. Pero no había mucho espacio a dónde ir y quedaron más cerca un auto de otro. En un instante pasó volando sobre la banqueta la tapa negra de un tinaco de plástico y se impactó en el piso, en medio de dos vehículos. Los pasajeros apenas alcanzaron a sorprenderse pues imaginaron lo cerca que estuvieron de ser golpeados.

En un par de minutos, la avenida se convirtió en un encharcamiento propiciado por la basura que taponeó las coladeras. Los patios del hospital se cubrieron de agua por la intensa lluvia, así que la gente corría entre los charcos y buscaba refugiarse debajo de los árboles. Las ramas se movían violentamente y caían arrastrando los nidos de aves. De pronto se colapsó un árbol y luego otro; ahí fue cuando se asustaron las personas que veían desde los pórticos del hospital.

En el interior del inmueble, en un cuarto donde se encontraban encamados tres pacientes de cardiología: una mujer recién operada, un hombre esperando cateterismo y otro más en evaluación, el viento reventó los cristales y pareció que el terror entró por la ventana. Los amplios ventanales, a menudo preferidos por los enfermos, se convirtieron en un riesgo. Volaron los cristales e incluso hicieron cortes  en el brazo y la pantorrilla de un joven que cuidaba a su abuelo. Los acompañantes de los demás enfermos, protegieron a sus familiares con cualquier chamarra, suéter, cobija, sábana y oración. De verdad fue un drama.

Debido a los vientos, la puerta de un cuarto fue azotada con tanta violencia que el aluminio del marco y la chapa no resistieron y se rompieron, por ello salió volando y se estrelló en la pared, afortunadamente sin lesionar. Sin embargo el estruendo de los cristales y las puertas, creó un espanto colectivo que iba desde el llanto, los rezos desesperados y el pánico, hasta la arritmia y la hipertensión arterial. Una joven gritaba con angustia “mamá, por favor, tranquilízate, contéstame mamá”. Y afuera de un cuarto, en uno de los pasillos del piso siete, los camilleros entraban a la habitación y con una sorprendente habilidad, sacaban a cada uno de los internados. Las enfermeras se sumaron al esfuerzo colectivo y en pocos minutos los cuartos con ventanas rotas quedaron vacíos, el piso inundado y las pertenencias tiradas en el suelo.

Los daños originados por las frágiles ventanas y el mal diseño del inmueble ocurrieron en un lapso de diez minutos, cuando mucho, en los cuales gran cantidad de pacientes que deben estar en absoluto reposo, sufrieron diversos trastornos. Afortunadamente no se escucharon rumores de algún deceso ocasionado por el pánico y los problemas cardiacos, pero sí hubo pacientes en crisis. Los doctores de guardia y las enfermeras atendieron las emergencias como pudieron. Principalmente con pastillas debajo de la lengua, que ayudaron a descender la presión arterial.

Después del susto, los daños en las habitaciones, los dramas emocionales de los impacientes enfermos y familiares, la crisis fue informativa. Afuera del edificio, bajo el techo de una sala de espera, toda la gente estaba de pie, esperando noticias. Sin embargo los agentes de seguridad restringieron el acceso y los rumores causaron pánico. La gente intentaba entrar y solamente es posible si se cuenta con un pase intercambiable entre un familiar y otro, en turnos de a uno a la vez por paciente.

En uno de los pasillos un hombre le dijo a otro “no que no creíamos en Dios, edá ca…” Y una enfermera le contestó a un paciente que “cada dos o cada cinco años sucede esto, al menos eso ha pasado en los 22 años que llevo trabajando aquí. Por eso ya sabemos cómo sacar rápido a los enfermos”. Era común la escena de un familiar llamando por teléfono al exterior contando lo sucedido. Otros más toman video de los daños y los menos, discretamente tomaban fotografías con sus aparatos telefónicos.

Es obvio que falta prevención y anticipar escenarios de riesgos en el Hospital de Especialidades del Centro Médico Nacional de Occidente, sobre todo porque hay antecedentes de eventos y daños por fenómenos hidrometeorológicos. Es innaceptable que los indefensos pacientes, en recomendado reposo absoluto por sus problemas cardiacos, sufran estas alteraciones y crisis que ponen en alto riesgo su vida. La culpa no es de la tormenta o de los fuertes vientos, sino de quienes aprobaron las malas condiciones estructurales de este hospital de más de treinta años, porque sus amplios ventanales y frágiles vidrios se rompen, propician las inundaciones y el vuelo de proyectiles en el interior. No cabe duda que incluso en el interior de nuestras instituciones, los pobres no están a salvo y continúan siendo vulnerables.

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